La historia de la Casa, al llegar a la tercera década del siglo XX, había superado las "bodas de platino".
Don Pedro José Trevijano Fernández, el fundador, cuando muere a los 72 años, pocos días después de San Bernabé de 1907, dejaba, además de su renombre, un destacadísimo porvenir a sus cinco hijos. Había nacido en Albelda –al pie de La Iregua- en los años de la primera Guerra Carlista (1834), y arrancaba, con 25 años, en la industria conservera en unión de varios socios, en la finca de Vista-Alegre (1860) rodeada de 60 hectáreas de terrenos con frutales y hortalizas. La creciente demanda le llevó a crear una nueva fábrica en 1893 en Logroño, que en sucesivas ampliaciones terminó en un gran complejo fabril, para ir sumando a la Compañía, entre él y sus hijos, otras cinco fábricas más modestas.
El emporio estaba formado antes de finalizar la primera década, pero siguió recogiendo beneficios y capital en efectivo, además de en los años diez, en algunas décadas inmediatas.
Promocionan sus productos con fotografías y motivos incisivos y directos al consumidor. Unas rubrican su solera con medallas. “La Universal. Fábrica de Conservas. Hijos de R. Díaz. Casa fundada en 1854”; otras persiguen la empatía con las diversiones más en boga y populares en estas fechas. “Marca Registrada. Boy-Scout. Registred Trade Mark”. Las “Conservas Arenzana ¡Las mejores!” se transportan en angarillas invitando a su consumo. Las más se limitan a demostrar sus poderes con las fachadas y los talleres de sus Casas y con el grupo de su capital humano (Vda. de Doroteo Moreno Trifol) o a recrear matronas entronizadas en conformidad con su emblema societario (Galo Beaumont).
Además de las tres citadas también están las fábricas de Azpilicueta-Belsué y Manuel Garavilla en Alfaro; las de este mismo, Fermín Pozo, Carlos Andrés y Vicente Bodegas y Fernández en Haro; los de Cándido Mugaburu, Manuel Guerrero y Viuda de Arribas en Logroño; las de Gómez Trevijano e Hijos en Albelda; y los de Pedro Alonso Salinas, Fernando Riaño Torrealba y Pedro Cornejo de Santo Domingo de la Calzada. Entre todos aportan una oferta variada en cantidad y calidad para el mercado nacional y más aún internacional.
En el primer cuarto del siglo XX las conservas riojanas fueron el prestigio de La Rioja en España y en el extranjero. La memoria histórica nunca debería orillarlas. Son también un símbolo del riojanismo histórico, junto a otros más aireados.
En La Rioja, en los primeros años de la Gran Guerra, (1915), hay setenta y cuatro fábricas de todo tipo que dan trabajo, cada una, a más de 25 obreros. De ellas, nada menos que cuarenta y tres son conserveras. Calahorra es la capital de España de las conservas y la Casa Trevijano es el espejo donde mirarse. El casco urbano de la cabecera de La Rioja Baja es una gran fábrica, con treinta y dos Sociedades de las que más de la mitad están en solo tres calles: Polavieja (10), Avenida (7) y Mártires (4), dedicadas a transformar los productos de su vega y de las circundantes. Trevijano, por su parte, reparte su fuerza en cuatro centros distribuidos por el solar riojano (en Logroño, Rincón de Soto, Albelda y Santo Domingo de la Calzada), y dos por fuera, uno en Lérida y otro en Guetaria (en “las Provincias”, junto al mar). En total, entre la sede del Obispado, la romana Calagurris, y la Casa Trevijano en su conjunto, agregan treinta y seis centros fabriles conserveros. Los restantes se ubican, dos en el fértil valle del Iregua, en Nalda y Albelda; y uno en Alfaro, Logroño y Rincón de Soto.
El bucolismo literario de los años iniciales del siglo XX, referido a la tierra riojana, a la geografía física provincial, se olvida de los pámpanos y los racimos, así como de las “granadas espigas”, cantadas por los miembros de la Sociedad Económica de La Rioja Castellana y sus seguidores y adictos decimonónicos, y ensalza, en los estribillos de sus jotas y en las canciones populares, a las “viriles” guindillas, los pimientos del cristal, del piquillo y del morrón de las huertas; poetiza con las variadas frutas de los “ubérrimos valles”; y hasta recuerda a las “doce vastísimas cuevas del Monte Cantabria” –frente a Logroño- habitadas de champiñones.
La vega de La Iregua, uno de los almacenes naturales proveedores de las naves conserveras de Trevijano y de otras Casas, en su camino hacia el Ebro se vestía, escriben, en cualquier día claro abrileño, de parcelas multicolores. Maridaban “las encarnadas y dulces cerezas, las ácidas y sangrientas guindas, las chiquitas, jaspeadas y sabrosas peritas de San Juan, los tontos y buenazos albaricoques, las grandes, redondas y chorreantes de azúcar ciruelas claudias, las peras de agua de limón, de anca de dama de donguindo, los melocotones de pulpa roja y apretada, con pelusa de mejilla femenina, y los blanquillos o abridores…”. Todo un catálogo frutícola para deleite del paladar y de los sentidos en general.
Pero también, y en paralelo al “viejo río”, aguas abajo de Logroño a Calahorra, se extiende una vega “fecunda y fuerte” que entre masas de verduras colorean el trayecto de un verde oscuro saturado de emociones nutritivas que configuran un mantel o lienzo adornado, además de belleza, de prosperidad y de riquezas.
Son los nuevos paisajes riojanos alabados y exaltados por los escritores modernistas.